San Columba de Iona
Abad
9 de junio
Columba fue un irlandés de las regiones boreales de Uf Néill y, probablemente, nació en el año 521, en Gartan de County Donegal. Por parte de padre y por parte de madre era de linaje real, porque el progenitor era Fedhlimiddh o Phelim, bisnieto de Niall el de los «Nueve Rehenes», gran señor de Irlanda, mientras que su madre, Eithne, a más de estar emparentada con los príncipes de la Dalriada escocesa, era descendiente directa de un rey de Leinster. En el bautismo, que le suministró su padrino, el sacerdote Cruithnechan, el niño recibió el nombre de Colm, Colum o Columba. Más adelante, se le llamó por lo general Columkill, una denominación que, de acuerdo con Beda, deriva de los términos irlandeses "celia et Columba", nombre éste que seguramente le vino de las muchas celdas (cells) o fundaciones religiosas que estableció. Tan pronto como se le consideró con la edad suficiente para valerse por sí mismo, se le apartó de los cuidados del sacerdote a quien se le había puesto como guardián en Temple Douglas y se lo llevaron a la gran escuela que tenía san Finiano en Moville. Ahí debió pasar muchos años, puesto que, al partir, ya era diácono. De Moville pasó a estudiar a Leinster, bajo la dirección de un anciano bardo, a quien llamaban maestro Gemman. Los bardos conservaban las crónicas de la historia y la literatura de Irlanda, y no es extraño que el propio Columba fuese un poeta bastante aceptable. De Leinster se fue a otra famosa escuela monástica, la de Clonard, gobernada por otro Finiano, a quien se conoce con el título de «tutor de los santos del Erin». Columba figuró en el grupo de los más sabios y aprovechados discípulos de Finiano, reconocidos más tarde como los «doce apóstoles del Erin». Probablemente mientras se hallaba en Clonard fue ordenado sacerdote, o si acaso un poco más tarde, cuando vivía en Glasnevin con san Comgall, san Kieran y san Canice, bajo la guía de su antiguo compañero de estudios, san Mobhi. En el año 543, la súbita propagación de una epidemia de peste obligó a Mobhi a deshacer su floreciente escuela, y Columba, que por entonces tenía veinticinco años y un entrenamiento muy completo, regresó a la región del Ulster, donde había nacido.
En aquella época, su aspecto físico era impresionante: de gran estatura, dotado de una musculatura formidable y de un carácter dulce y apacible, poseía «una voz tan fuerte y sonora, que se podía oír a más de un kilómetro de distancia». Aquel hombre formidable pasó los quince años siguientes en un incesante recorrido de todo el territorio de Irlanda, donde predicó el Evangelio y fundó innumerables monasterios, entre los cuales fueron los más notables el de Derry, el de Durrow y el de Kells. Como hombre aficionado al estudio, Columba amaba los libros y no escatimaba esfuerzos para obtenerlos. Entre los muchos manuscritos preciosos que su antiguo maestro, san Finiano, había traído de Roma, figuraba la primera copia del salterio de san Jerónimo que llegó a Irlanda. San Columba pidió prestado aquel manuscrito, del que sacó sigilosamente una copia para conservarla. Pero no tardó san Finiano en enterarse y se apersonó para exigir la entrega del escrito que le pertenecía. Como el discípulo se negase rotundamente a devolver su copia, el caso se llevó ante el rey Diarmaid, señor de Irlanda. La sentencia fue desfavorable para Columba. «A cada vaca su ternero -concluyó el monarca-; en consecuencia, a cada libro su libro vastago. Por lo tanto, Columkill, el manuscrito que tú hiciste de un libro de Finiano, le pertenece a Finiano». San Columba quedó muy resentido por aquella sentencia; pero muy pronto recibió un agravio mucho mayor por parte del rey. Un tal Curnan de Connaught, después de haber participado en una reyerta en la que hirió mortalmente a un contrincante, buscó refugio junto a san Columba, quien en seguida le brindó su amparo; pero de ahí a poco, fue materialmente arrebatado de los brazos de su protector y apuñalado por los hombres de Diarmaid, que no respetaron el derecho de asilo en el santuario. A raíz de este sucedido, estalló la guerra entre los partidarios de Columba y los subditos leales de Diarmaid; en la mayoría de las crónicas antiguas de Irlanda se afirma que esa contienda fue instigada por san Columba y se asienta que, tras la batalla de Cuil Dremne, en la que perecieron más de 3.000 hombres, se hizo al santo responsable moral por su muerte. El sínodo de Telltown, en Meath, aprobó una moción de censura contra Columba que habría culminado en la excomunión, a no ser porque san Brendano intervino en favor del acusado. Por otra parte, debe señalarse que Columba no tenía tranquila la conciencia y, por consejo de san Molaise, decidió expiar las ofensas que hubiese cometido, con un exilio voluntario y con la promesa de obtener la salvación de tantas almas como las que hubiesen perecido en la batalla de Cuil Dremne.
Ese es el relato tradicional sobre los acontecimientos que culminaron con la partida de San Columba de las tierras de Irlanda y, es probable que así fuese. Al mismo tiempo, es necesario admitir que el celo misionero y el amor a Cristo fueron los únicos motivos que, según sus biógrafos (especialmente san Adamnan, principal autoridad sobre su historia), le movieron en todos sus actos posteriores. En el año de 563, Columba se embarcó con doce compañeros, todos ellos emparentados entre sí, en una frágil canoa de cuero que condujo al grupo, en la víspera de Pentecostés, a la isla de I o de Iona. Por aquel entonces, Columba tenía cuarenta y dos años. Su primera obra fue la construcción de un monasterio, donde habría de pasar el resto de su vida y que fue famoso durante siglos entre los cristianos de Occidente. El terreno le fue cedido por su pariente Conall, rey de la Dalriada escocesa, quien le había invitado a refugiarse en Escocia. La isla de Iona, situada entre la región de los pictos hacia el norte y la habitada por los escoceses hacia el sur, proporcionaba el sitio ideal para establecer el centro de las misiones que beneficiaran a los dos pueblos. Al principio, Columba dedicó todos sus esfuerzos a la instrucción de los cristianos de la Dalriada, que apenas habían recibido las primeras nociones sobre su religión, y la mayoría de los cuales era de ascendencia irlandesa; pero al cabo de unos dos años, concentró su atención en la evangelización de los pictos escoceses. Cierto día, acompañado por san Comgall y san Canice, se dirigió al castillo del temible rey Brude, de Inverness. El monarca pagano había dado órdenes estrictas para que los misioneros no fueran admitidos; pero en cuanto Columba levantó la diestra e hizo el signo de la cruz, cayeron las trancas, rechinaron los cerrojos, se abrieron solos los grandes portones y los cristianos entraron sin que nadie se atreviese a detenerlos. Impresionado por aquella sensacional demostración de poderes sobrenaturales, el rey Brude se mostró dispuesto a escuchar lo que tuviesen que decir los misioneros y, a partir de aquel momento, profesó una alta estima a san Columba. Asimismo, en su calidad de señor de aquellas tierras, confirmó al santo en la posesión de la isla de Iona. Por las crónicas de san Adamnan, sabemos que en dos o tres ocasiones Columba cruzó las montañas que dividen la región oriental de la occidental de Escocia y que su celo misionero lo llevó a sitios tan distantes como Ardnamurchan, Skye, Kintyre, Loch Ness y Lochaber y tal vez, hasta Morven. También se le acredita al santo el establecimento de la iglesia en Aberdeenshire y la evangelización de toda la tierra de los pictos, aunque esto último ha sido motivo de controversias. Cuando los descendientes de los reyes de Dalriada llegaron a ser los gobernantes absolutos de Escocia, trataron, como era natural, de exagerar la gloria de san Columba y, posiblemente, tuvieron la tendencia de adjudicar al santo algunos laureles que pertenecían a otros misioneros de Iona y diversos centros.
San Columba no dejó nunca de estar en contacto con Irlanda. En 575, asistió al sínodo de Drumceat, en Meath en compañía de Aidan, el sucesor de Conall, y ahí defendió con éxito el status y los privilegios de sus fieles de Dalriada, impidió que se llevase a cabo la propuesta de abolir la orden de los bardos y aseguró que las mujeres quedaran eximidas de prestar cualquier servicio militar. Diez años más tarde, estuvo de nuevo en Irlanda y, en 587, volvió a considerársele como prácticamente culpable de otra batalla, la de Cuil Feda, cerca de Clonard. Cuando no se hallaba comprometido en expediciones misioneras o diplomáticas, su cuartel general seguía establecido en Iona, a donde acudían visitantes de todas las condiciones sociales, algunos en busca de ayuda espiritual o corporal, atraídos otros por su reputación de santidad, sus milagros y sus profecías. Llevaba una vida de extrema austeridad, pero no por eso trataba de imponer sus penitencias a los demás. Montalembert hace notar en su biografía que, «de entre todas las virtudes, Columba carecía especialmente de gentileza». Evidentemente era un hombre rudo y brusco, pero con el correr de los años, se endulzó su carácter. En la descripción que hace san Adamnan sobre los últimos años de su vida, lo pinta como un anciano sereno, amante de la paz, que recibía con gentileza la visita de los hombres y de las bestias. Cuatro años antes de su muerte, sufrió una enfermedad que lo puso al borde del sepulcro, pero conservó la vida gracias a las plegarias de su comunidad. A medida que se agotaban sus energías, pasaba la mayor parte del tiempo en la transcripción de libros. El día anterior al de su muerte, copiaba el salterio y había escrito la frase que decía: «A aquéllos que aman al Señor, nunca les faltará ninguna cosa buena...» Cuando hubo copiado esas palabras, declaró: «Aquí debo detenerme; que Baithin escriba el resto...» Baithin era un primo suyo al que había nombrado su sucesor.
Aquella noche en que los monjes fueron a la iglesia para cantar los Maitines, encontraron a su bienamado abad en el suelo, ante el altar, ya agonizante. En el momento en que su fiel asistente Diarmaid le tomó de los brazos para incorporarlo, Columba levantó su mano como si intentase bendecir a sus monjes e inmediatamente después expiró. Columba había muerto, pero su influencia sobrevivió y aun se extendió hasta que llegó a dominar las iglesias de Escocia, Irlanda y Nortumbria. Durante más de tres cuartos del siglo los cristianos celtas de aquellas tierras conservaron las tradiciones impuestas por Columba en ciertos aspectos del orden y el ritual, opuestas incluso a las de Roma; las reglas que Columba redactó para sus monjes fueron observadas en muchos de los monasterios de Europa occidental, hasta que las ordenanzas más benignas de san Benito suplantaron a las otras.
Adamnan, el biógrafo de San Columba, no lo conoció personalmente, puesto que nació por lo menos treinta años después de su muerte, pero como era de su misma sangre y fue sucesor suyo en el cargo de abad de Iona, debió conocer a fondo, sin duda, las tradiciones que una personalidad tan fuerte como la de san Columba tiene que haber dejado tras de sí. De todas maneras, merece ser roproducida aquí la descripción que Adamnan hace de San Columba: «Tenía el rostro de un ángel; era de excelente disposición, cuidadoso en el hablar, virtuoso en el proceder, efectivo en el consejo. Jamás dejó pasar una hora sin dedicar una parte de ella a la plegaria, la lectura, la escritura o cualquier otra ocupación provechosa. Soportaba las penurias del ayuno y la vigilia sin descanso, de día y de noche; el peso de una sola de sus tareas parecería insoportable para cualquier hombre. Y, en medio de tantos trabajos, siempre aparecía amable con todos, sereno y santo, como si gozara en todo momento de la gracia del Espíritu Santo en lo más profundo de su corazón». Por otra parte, la postrera bendición de san Columba a la isla de Iona, resultó ser un vaticinio que se cumplió: «En este lugar, por pequeño y pobre que parezca, se rendirá todavía mucho mayor homenaje al Señor, no sólo por parte de los reyes y los pueblos de los escoceses, sino también por parte de los regidores de naciones bárbaras y remotas y por sus pueblos. Aun los santos de otras iglesias lo mirarán con un respeto y reverencia poco comunes».
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