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Las Vidas de los Santos
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San Cristóbal Magallanes y compañeros

Mártires de la persecución religiosa en México

21 de mayo

Un pueblo católico con gobierno anticatólico

A principios del siglo XX, la revolución que llevó a la presidencia al general Venustiano Carranza, (1916-20), se caracterizó por la dureza de su persecución contra la Iglesia. En el camino hacia el poder, sus tropas multiplicaban los incendios de templos, robos y violaciones, atropellos a sacerdotes y religiosas.

Y ya en el poder, cuando los jefes militares quedaban como gobernadores de los Estados, dictaban contra la Iglesia leyes tiránicas y absurdas: que no hubiera Misa más que los domingos y con determinadas condiciones; que no se celebraran Misas de difuntos; que no se conservara el agua para los bautismos en las pilas bautismales, sino que se diera el bautismo con el agua que corre de las llaves; que no se administrara el sacramento de la penitencia sino a los moribundos, y «entonces en voz alta y delante de un empleado del Gobierno»

La orientación anticristiana del Estado cristalizó finalmente en la Constitución de 1917, realizada en Querétaro por un Congreso constituyente formado únicamente por representantes carrancistas. En efecto, en aquella Constitución esperpéntica el Estado liberal moderno, agravando las persecuciones ya iniciadas con Juárez en las Leyes de Reforma, establecía la educación laica obligatoria (art.3), prohibía los votos y el establecimiento de órdenes religiosas (5), así como todo acto de culto fuera de los templos o de las casas particulares (24). Y no sólo perpetuaba la confiscación de los bienes de la Iglesia, sino que prohibía la existencia de colegios de inspiración religiosa, conventos, seminarios, obispados y casas curales (27).

El gobierno del general Obregón (1920-24), nuevo presidente, llevó adelante el impulso perseguidor de la Constitución mexicana: se puso una bomba frente al arzobispado de México; se izaron banderas de la revolución bolchevique -lo más progresista, en aquellos años- sobre las catedrales de México y Morelia; un empleado de la secretaría del Presidente hizo estallar una bomba al pie del altar de la Virgen de Guadalupe, cuya imagen quedó ilesa; fue expulsado Mons. Philippi, Delegado Apostólico, por haber bendecido la primera piedra puesta en el Cerro del Cubilete para el monumento a Cristo Rey...

Calles asume la presidencia de la república.

En 1926 el nuevo presidente es el general Plutarco Elías Calles. Reformando el Código Penal crea la llamada Ley Calles en 1926, que expulsa a los sacerdotes extranjeros, sanciona con multas y prisiones a quienes den enseñanza religiosa o establezcan escuelas primarias, o vistan como clérigo o religioso, o se reúnan de nuevo habiendo sido exclaustrados, o induzcan a la vida religiosa, o realicen actos de culto fuera de los templos...

Repitiendo el truco de los tiempos de Juárez, también ahora desde una Secretaría del gobierno callista se hace el ridículo intento de crear una Iglesia cismática mexicana, esta vez en torno a un precario Patriarca Pérez, que finalmente murió en comunión con la Iglesia.

Cesación del culto (31-7-1926)

Los Obispos mexicanos, en una enérgica Carta pastoral (25-7-1926), protestan unánimes, manifestando su decisión de trabajar para que «ese Decreto y los Artículos antirreligiosos de la Constitución sean reformados. Y no cejaremos hasta verlo conseguido». El presidente Calles responde fríamente: «Nos hemos limitado a hacer cumplir las [leyes] que existen, una desde el tiempo de la Reforma, hace más de medio siglo, y otra desde 1917... Naturalmente que mi Gobierno no piensa siquiera suavizar las reformas y adiciones al código penal». Era ésta la tolerancia de los liberales frente al fanatismo de los católicos. Ellos pedían a los católicos solamente que obedecieran las leyes.

A los pocos días, el 31 de julio, y previa consulta a la Santa Sede, el Episcopado ordena la suspensión del culto público en toda la República. Inmediatamente, una docena de Obispos, entre ellos el Arzobispo de México, son sacados bruscamente de sus sedes, y sin juicio previo, son expulsados del país.

Es de suponer que los callistas habrían acogido la suspensión de los cultos religiosos con frialdad, e incluso con una cierta satisfacción. Ellos no se esperaban, como tampoco la mayoría de los Obispos, la reacción del pueblo cristiano al quedar privado de la Eucaristía y de los sacramentos, al ver los altares sin manteles y los sagrarios vacíos, con la puertecita abierta...

Alzamiento de los cristeros (agosto 1926)

Entre agosto y diciembre de 1926 se produjeron 64 levantamientos armados, espontáneos, aislados, la mayor parte en Jalisco, Guanajuato, Guerrero, Michoacán y Zacatecas. Aquellos, a quienes el Gobierno por burla llamaba cristeros, no tenían armas a los comienzos, como no fuese un machete, o en el mejor caso una escopeta; pero pronto las fueron consiguiendo de los soldados federales, los juanes callistas, en las guerrillas y ataques por sorpresa. Siempre fue problema para los cristeros el aprovisionamiento de municiones; en realidad, «no tenían otra fuente de municiones que el ejército, al cual se las tomaban o se las compraban» (Meyer I,210)...

Al frente del movimiento, para darle unidad de plan y de acción, se puso la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, fundada en marzo de 1925 con el fin que su nombre expresa, y que se había extendido en poco tiempo por toda la república.

El 18 de noviembre de 1926 publica el Papa Pío XI su encíclica Iniquis afflictisque, en la que denuncia los atropellos sufridos por la Iglesia en México:

«Ya casi no queda libertad ninguna a la Iglesia [en México], y el ejercicio del ministerio sagrado se ve de tal manera impedido que se castiga, como si fuera un delito capital, con penas severísimas». El Papa alaba con entusiasmo la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa, extendida «por toda la República, donde sus socios trabajan concorde y asiduamente, con el fin de ordenar e instruir a todos los católicos, para oponer a los adversarios un frente único y solidísimo». Y se conmueve ante el heroísmo de los católicos mexicanos: «Algunos de estos adolescentes, de estos jóvenes -cómo contener las lágrimas al pensarlo- se han lanzado a la muerte, con el rosario en la mano, al grito de ¡Viva Cristo Rey! Inenarrable espectáculo que se ofrece al mundo, a los ángeles y a los hombres».

El Episcopado mexicano afirma que es ajeno al alzamiento armado; pero declara al mismo tiempo «que hay circunstancias en la vida de los pueblos en que es lícito a los ciudadanos defender por las armas los derechos legítimos que en vano han procurado poner a salvo por medios pacíficos»; y hace recuerdo de todos los medios pacíficos puestos por los Obispos y por el pueblo, y despreciados por el Gobierno. «Fue así como los prelados de la jerarquía católica dieron su plena aprobación a los católicos mejicanos para que ejercitaran su derecho a la defensa armada, que la Santa Sede pronosticó que llegaría, como único camino que les quedaba para no tener que sujetarse a la tiranía antirreligiosa» 

Algunos Obispos estaban preocupados por el largo tiempo en que el pueblo se veía sin sacramentos ni sacerdotes, y la gran cantidad de muertes y violencias. Y aún eran más numerosos los que creían muy improbable la victoria de los cristeros. No faltaron incluso algunos pocos Obispos que llegaron a amenazar con la excomunión a quienes se fueran con los cristeros o los ayudaran.

A mediados de diciembre de 1927 el arzobispo Pietro Fumasoni Biondi, Delegado Apostólico en los Estados Unidos, y encargado de negocios de la Delegación Apostólica en México, transmite la disposición del Papa, según la cual «deben los Obispos no sólo abstenerse de apoyar la acción armada, sino también deben permanecer fuera y sobre todo partido político». Norma que Mons. Díaz comunicó a todos los prelados (18-1-1928) 

Los «mal llamados Arreglos» (21-6-1929)

Dos obispos mexicanos fueron los encargados de negociar con el gobierno de Emilio Portes Gil (incondicional de Calles que aumió la presidencia en 1928), Mons. Ruiz y Flores y Mons. Pascual Díaz y Barreto. En las negociaciones no intervino ningún otro Obispo mexicano, solo el gobierno y el embajador norteamericano Dwight Whitney Morrow.

Puede afirmarse, pues, que estos Obispos no cumplieron las Normas escritas que Pío XI les había dado, pues no tuvieron en cuenta el juicio de los Obispos, ni el de los cristeros o la Liga Nacional; tampoco consiguieron, ni de lejos, la derogación de las leyes persecutorias de la Iglesia; y menos aún obtuvieron garantías escritas que protegieran la suerte de los cristeros una vez depuestas las armas.

Sólamente consiguieron del Presidente unas palabras de conciliación y buena voluntad, y unas Declaraciones escritas en las que, sin derogar ley alguna, se afirmaba el propósito de aplicarlas «sin tendencia sectaria y sin perjuicio alguno».

Unos días después de los Arreglos logrados sobre todo por los masones Morrow y Portes Gil, el 27 de junio de 1929, los masones dieron un gran banquete al presidente Portes Gil, el cual a los postres habló «a sus reverendos hermanos»:

«Mientras el clero fue rebelde a las Instituciones y a las Leyes, el Gobierno de la República estuvo en el deber de combatirlo... Ahora, queridos hermanos, el clero ha reconocido plenamente al Estado. Y ha declarado sin tapujos: que se somete estrictamente a las Leyes (aplausos). Y yo no podía negar a los católicos el derecho que tienen de someterse a las Leyes... La lucha [sin embargo] es eterna. La lucha se inició hace veinte siglos. Yo protesto ante la masonería que, mientras yo esté en el Gobierno, se cumplirá estrictamente con esa legislación (aplausos).

Los Arreglos de ninguna manera significaron que el esfuerzo, el sacrificio y la sangre de los cristeros hayan sido inútiles para la libertad de la Iglesia Católica y el respeto a la religión y a los fieles. Por el contrario, los cristeros demostraron al gobierno con sus sacrificios, sus esfuerzos y sus vidas, que en México no se puede atacar impunemente a la religión católica ni a la Iglesia. Y todo esto se demostró en forma tan convincente a los tiranos, que los obligó no sólo a desistir de la persecución religiosa, sino los ha obligado también a respetar la religión y la práctica y el desarrollo de la misma, a pesar de todas las disposiciones de la Constitución que se oponen a ello, y que no se cumplen, porque no se pueden cumplir, porque el pueblo las rechaza. Los frutos se han recogido y se siguen recogiendo muchos años después de su lucha y seguramente culminarán a su tiempo en la realización plena por la que lucharon quienes dieron ese testimonio.

En 1993 el gobierno de México concedió a la Iglesia el reconocimiento legal como asociación religiosa, y restableció sus relaciones diplomáticas con la Santa Sede.

Grandes testigos de la fe

Los mártires durante la persecución religiosa en México fueron muchísimos, aunque como es lógico sólo algunos serán reconocidos y canonizados por la Iglesia como tales.

Los discípulos de Cristo están llamados a seguir el ejemplo de los «grandes testigos de la fe» (eso significa la palabra griega martyr). Los católicos han sufrido y siguen sufriendo, también hoy a causa del Evangelio. En los últimos años, muchos miles de católicos anónimos han dejado su vida, en un grito silencioso, por defender su fe frente a regímenes totalitarios. El siglo XX se calificó, con razón, como la centuria más sangrienta de toda la historia de la Iglesia.

Los 25 santos canonizados por el Papa Juan Pablo II el 21 de mayo del 2000 fueron:

David Galván Bermúdez, Sacerdote, 30 de enero de 1915

David Roldán Lara, Laico, 15 de agosto de 1926

Luis Batis Sáinz, Sacerdote, 15 de agosto de 1926

Manuel Morales, Laico, 15 de agosto de 1926

Salvador Lara Puente, Laico, 15 de agosto de 1926

Jenaro Sánchez Delgadillo, Sacerdote, 17 de enero de 1927

Mateo Correa Magallanes, Sacerdote, 6 de febrero de 1927

Julio Álvarez Mendoza, Sacerdote, 30 de marzo de 1927

David Uribe Velasco, Sacerdote, 12 de abril de 1927

Sabas Reyes Salazar, Sacerdote, 13 de abril de 1927

Román Adame Rosales, Sacerdote, 21 de abril de 1927

Agustín Caloca Cortés, Sacerdote, 25 de mayo de 1927

Cristóbal Magallanes Jara, Sacerdote, 25 de mayo de 1927

José Isabel Flores Varela, Sacerdote, 21 de junio de 1927

José María Robles Hurtado, Sacerdote, 26 de junio de 1927

Miguel De La Mora y De La Mora, Sacerdote, 7 de agosto de 1927

Rodrigo Aguilar Alemán, Sacerdote, 28 de octubre de 1927

Margarito Flores García, Sacerdote, 12 de noviembre de 1927

Pedro Esqueda Ramírez, Sacerdote, 22 de noviembre de 1927

Jesús Méndez Montoya, Sacerdote, 5 de febrero de 1928

Toribio Romo González, Sacerdote, 25 de febrero de 1928

Atilano Cruz Alvarado, Sacerdote, 1 de julio de 1928

Justino Orona Madrigal, Sacerdote, 1 de julio de 1928

Tranquilino Ubiarco Robles, Sacerdote, 5 de octubre de 1928

Pedro de Jesús Maldonado Lucero, Sacerdote, 11 de febrero de 1937


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