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Las Vidas de los Santos
y Fiestas Litúrgicas

San Jerónimo

Presbítero y doctor de la Iglesia.

30 de septiembre

San Jerónimo es el más célebre biblista de la Iglesia latina. Desde el punto de vista etimológico, su nombre significa “el que tiene un nombre sagrado”, de “hieros” (sagrado) y “nomos” (nombre). Nació en Stridone (Dalmacia) entre los años 340-345. Era hijo de padres cristianos de buena posición social. Como era costumbre en la época, recibió el bautismo años más tarde, probablemente en el año 366; su nombre: Sofronio Eusebio Jerónimo de Stridone.

Estudió en Milán y fue a Roma a fin de completar sus estudios de retórica, griego, latín y hebreo. Donato el gramático lo introdujo en el conocimiento de los clásicos latinos, lo convirtió en un gran latinista; pasaba horas y horas leyendo a los escritores clásicos latinos y a los griegos, sintiéndose especialmente atraído por la filosofía de Platón y de Cicerón; aunque pensaba que la Biblia era como una serie de leyendas escritas, también las estudió a fondo. De su estancia en Roma tenemos datos verificados: visitaba las catacumbas y las iglesias dedicadas a los mártires, pero también frecuentaba ambientes frívolos y pecaminosos: una de cal y otra de arena.

Cuando dejó Roma, se fue a las Galias parándose en Tréveris en el año 365. Posteriormente estuvo algunos años en Aquileya teniendo allí contacto con la vida ascética llevada en los monasterios. Tenía un carácter fuerte, casi irascible aunque sin comprometerse entonces en polémicas (lo dice en el Epistolario), pero al mismo tiempo era muy amable con sus amigos. En sus relaciones con algunos familiares se mostraba muy duro pero en las relaciones con Rufino, Bonoso y Cromacio, monjes ascetas, prevalecía su parte amable.

Abandonó las tierras de Aquileya probablemente en el año 374 y marchó a Oriente, parando en Antioquía donde con toda probabilidad, durante la Cuaresma y encontrándose con muchísima fiebre tuvo el famosamente llamado sueño ciceroniano, sueño que le cuenta él en una de sus cartas a Eustoquio: “Fui llevado ante el juez (Cristo) que me interrogó declarándome yo cristiano, pero el juez me dijo que yo mentía, que era ciceroniano. Entonces hice el propósito de que si llegaba a mis manos algún libro mundano, no lo leería a fin de no renegar de ti”. En este momento despertó del sueño y envuelto en lágrimas y terriblemente cansado, decidió desde entonces leer los libros sagrados con el mismo interés con que había leído antes los libros paganos.

Habiendo sido golpeado por varias desgracias que ocurrieron a sus amigos, en el año 375, Jerónimo se retiró al desierto con el fin de satisfacer su deseo de llevar una vida de asceta. Llevó una vida dura, muy dura, cayendo varias veces enfermo. En su carta a Eustoquio, él cuenta los ayunos y penitencias que allí practicaba: “En el desierto salvaje y árido, quemado por el despiadado y abrasador sol, mis alucinaciones hacían que me pareciera que estaba en medio de las fiestas mundanas de Roma. En aquel destierro al que yo me condené voluntariamente por el temor que le tenía al infierno, acompañado de escorpiones y animales salvajes, pensaba que estaba entre las bailarinas de Roma; eran alucinaciones. Estaba pálido de tanto ayuno, pero los malos deseos me atormentaban durante todo el día y toda la noche. Comía miserablemente y cualquier cosa cocinada me habría parecido un manjar exquisito. Tenía el cuerpo frío por aguantar tanto el hambre y la sed, mi carne estaba seca y la piel la tenía pegada a los huesos. Pasaba las noches orando y haciendo penitencia, muchas veces desde el anochecer hasta el amanecer, pero aun así, las pasiones seguían atacándome incesantemente. Como me sentía impotente ante tan grandes enemigos, me arrodillaba llorando ante Jesús crucificado, bañaba sus sagrados pies con mis lágrimas y le suplicaba que tuviese compasión de mí y así, ayudado por la misericordia del Señor pude vencer estos espantosos ataques. Si a mí, que estaba totalmente dedicado a la oración y a la penitencia me sucedía esto, ¿qué no le sucederá a los que viven dedicados a darle a la carne todos los placeres que esta le pide?”.

Debido a algunas disputas teológicas internas con los otros eremitas, dejó la comunidad monástica y marchó a Antioquía donde fue alumno de Apolinar de Laodicea. En Antioquia escribió diecisiete cartas e inició una actividad literaria que no abandonaría jamás. Compuso una interpretación alegórica del profeta Abdías, escribió la vida de San Pablo eremita, el “Altercatio Luciferiani et Orthodoxi” y otros.

Con casi cuarenta años fue ordenado sacerdote y a la muerte del Papa Liberio estuvo a punto de ser designado su sucesor, pero como pudo, se escapó y marchó a Constantinopla manteniendo contacto con San Gregorio Nacianceno; allí en Constantinopla estuvo tres años actuando como traductor, conoció y tradujo los escritos de Orígenes, las “Crónicas” de Eusebio y siguió profundizando en el estudio de las Sagradas Escrituras.

Regresó a Roma en el año 382 acompañado de los obispos Epifanio de Salamina y Paulino de Antioquia, asistiendo y actuando como secretario del Papa San Dámaso I en el concilio romano de aquel año, especialmente en las discusiones con los apolinaristas.

Allí, durante tres años fundó y dirigió un círculo ascético en el Aventino y es allí donde conoció a las Santas Marcela, Paula y su hija Eustoquio, de las que hablaremos más adelante. Polemizó con Elvidio, que era colaborador del Papa Dámaso pero que estaba en contra del monacato y que negaba la virginidad perpetua de María.

Como Jerónimo hablaba varias lenguas se le encargó la traducción de la Biblia al latín. Las traducciones existentes en su tiempo tenían imperfecciones del lenguaje y algunas traducciones no muy exactas. El cogió los testos originales griegos y hebreos y los tradujo al latín en la que hoy conocemos como la “Traducción Vulgata”. En Roma se comportó como un buen pastor cuidando de sus fieles, pero la dureza con la que corregía los defectos de las clases dominantes, le ocasionaron envidias y rencores por lo que habiendo conocido a Santa Paula que le fue de mucha ayuda en la traducción de la Biblia, ya que ella conocía perfectamente el griego y el hebreo, y siguiendo con su intención de vivir una vida ascética, en el año 385, marchó con un grupo de matronas romanas que habían vendido sus bienes (Marcela, Paula, Julia y Eustoquio) a Chipre, Antioquia y posteriormente a Palestina, estableciéndose en Belén, donde construyeron con el dinero de ellas, cuatro conventos; tres para mujeres y uno para hombres, del cual él mismo se hizo cargo.

Durante treinta y cinco años vivió retirado en una gruta junto a la Cueva de la Natividad. Su vida pierde parte de su interés porque se convierte en la vida de un asceta retirado en un monasterio, pero sin embargo, participó activamente en la vida intelectual de su tiempo, manteniendo siempre el contacto con Roma y otras ciudades. Siguió ejerciendo una intensa actividad literaria, siendo reconocido como uno de los teólogos más insignes de todos los tiempos. Escribió numerosas cartas, comentarios a la Biblia que son tenidos como fuente de conocimiento tanto histórico como arqueológico, sobre el “Cantar de los cantares”, tradujo los escritos de San Pacomio, tradujo el importante tratado “De Spiritu Sancto” de Dídimo el Ciego, etc. Sobre los escritos de San Jerónimo prometemos escribir también otro artículo más adelante.

Estuvo involucrado en las controversias entre Rufino y San Agustín sobre la doctrina de la gracia; escribió contra las tesis de Joviniano y de Vigilancio y contra los seguidores del pelagianismo. Se mostró como un polemista satírico, a veces excediéndose en sus ataques, defendiendo sus posiciones sin tomar realmente en serio los argumentos de sus oponentes; finalmente, se arrepentía por lo que consideraba falta de caridad hacia los herejes.

Entre los años 393-397 sostuvo una vigorosa polémica, en la que no siempre tuvo la razón, con el propio patriarca de Jerusalén, contra el cual escribió un libro muy violento. Esta polémica tuvo momentos muy dramáticos como cuando el obispo prohibió que los monjes entrasen en la iglesia de la Natividad. La polémica duró hasta casi la muerte del santo y solo el tremendo miedo a caer en la herejía puede explicar esta desconcertante controversia que llevó a adoptar actitudes hoy censurables. En parte, contribuyeron a esto la interferencia de personas extrañas, como San Epifanio, el obispo Teófilo de Alejandría y algunos amigos romanos, que no siempre fueron prudentes ni leales con él y con sus métodos.

La polémica incluso le llevó a decir palabras muy duras contra Orígenes acusándole de hereje. El propio San Agustín manifestó un severo juicio contra este proceder de Jerónimo. Incluso polemizó con su antiguo amigo Rufino por algunas diferencias acerca de la concepción del ascetismo. Este tema de las polémicas de San Jerónimo dan para dedicarle un artículo aparte y eso es lo que haremos en otra ocasión.

Durante toda su vida fue muy duro con los demás al corregir sus errores, lo que le ocasionó numerosos enemigos. Se cuenta una anécdota: Un día, el Papa Sixto V, al ver un cuadro de San Jerónimo en el que este estaba golpeándose con una piedra, dijo: “Menos mal que te golpeaste duramente y te arrepentiste, porque si no hubiera sido por esos golpes y por ese arrepentimiento, la Iglesia nunca te habría declarado santo, pues eras durísimo a la hora de corregir a los demás”.

Murió en Belén el día 30 de septiembre del año 420 con unos ochenta años de edad, cansado, casi sin voz y sin vista. Aunque su cuerpo fue sepultado en la gruta de Belén, posteriormente fue trasladado a Roma encontrándose en un sarcófago de pórfido en el altar mayor de la Basílica de Santa Maria la Mayor.

Nadie puso nunca en duda la santidad de Jerónimo; es verdad que no fue un místico ni siquiera un asceta en el sentido teológico del término. Nunca pensó en componer una determinada teoría mística ni siquiera de presentar una exposición orgánica y completa de la ascesis cristiana; sin embargo, muchos miles de personas, contemporáneas de él o no, han sacado de sus escritos numerosos consejos ascéticos. No se encuentra ningún autor tan exigente sobre la cuestión de la virginidad, de la práctica del ayuno, de la penitencia e incluso del estudio de la Biblia.

Mostró también una gran devoción hacía María y hacia todo lo relacionado con la Natividad: el pesebre, los niños, las cosas pequeñas que mostraban la sabiduría infinita de Dios. Aunque algunos lo han calumniado, no se puede poner en duda su riguroso ascetismo de monje estudioso e indefenso, aunque con reaño para polemizar. Fue el padre espiritual de la comunidad de mujeres residentes en Belén, mostrando siempre una especial ternura hacia ellas, participando en sus alegrías y en sus angustias, siempre como un padre solícito.

A San Jerónimo se le suele representar con un sombrero y ropa de cardenal, con un león a sus pies y con una cruz, una calavera y una piedra dándose golpes en el pecho. A veces, también con la Biblia. Se le representa con un león porque cuenta la leyenda que una tarde, estando San Jerónimo sentado con unos monjes y escuchando una lectura en el monasterio, apareció un león cojeando. Al verlo, todos los monjes se dieron a la fuga pero Jerónimo le salió al encuentro. El león tenía atravesada una pata con una enorme espina. San Jerónimo llamó a los monjes y juntos, le limpiaron y curaron la herida; el león se recuperó y se quedó con la comunidad como si fuera un animal de compañía, familiarizando con un burro que había en el monasterio y juntos, ayudando a los monjes. Esta leyenda se ha atribuido por error a San Jerónimo cuando realmente se refería a San Gerásimo.


Fuente: http://www.preguntasantoral.es/

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