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Las Vidas de los Santos
y Fiestas Litúrgicas

Santa Juana de Valois

Reina de Francia

4 de febrero

Hija, hermana y esposa de Reyes, era de contextura deforme, casi enana y encorvada. Fue despreciada por su padre, rechazada por el marido y su matrimonio fue declarado nulo. Ejemplo heroico de paciencia y perseverancia, fue fundadora de una congregación religiosa.

Grande fue el choque y disgusto de Luis XI de Francia al saber que su esposa, Carlota de Saboya, en lugar del robusto y hermoso niño que él esperaba, le dio una hija, nacida el 23 de abril de 1464. Y peor aún, fea, deforme, diminuta, raquítica. Por eso, prácticamente desde el primer instante, despreció al pequeño nuevo ser.

La reina, por lo contrario, buena y piadosa, con tierna disposición formó a su pequeña Juana en la vía de la sabiduría cristiana, teniendo la satisfacción de ver que la niña recibía con precoz avidez todo lo que seguía la línea de la virtud. Así, “a los cinco años, pedía a su institutriz que la llevara a la iglesia; y ya, por sus palabras y ejemplos, edificaba a su hermano Carlos, y a Ana, la hermana junto a la cual fue educada en el castillo de Amboise”.

Desamparada, es sustentada por su Madre celestial

Su padre, sin embargo, no veía con buenos ojos esa piedad, y le prohibió incluso rezar, bajo la amenaza de severos castigos. “Aquel padre imprudente, formaba así con sus propias manos, el primer eslabón de una cadena de sufrimientos que iría a componer toda la vida de esta virtuosa princesa. En una edad tan tierna y en tan gran peligro, Juana no podía esperar en la tierra un apoyo proporcionado a su debilidad; buscaba también una mano que la defienda, una luz para dirigir sus pasos. Lanzándose un día en los brazos de María, con un amor y una confianza sin límites, le dijo: «Oh Madre mía, enseñadme Vos misma lo que yo deba hacer para agradaros». Aquella a la cual no se invoca jamás en vano, se dignó responder en estos términos: «Hija mía, seca tus lágrimas; un día tú huirás de este mundo de cuyos peligros temes, y darás nacimiento a una Orden de santas religiosas ocupadas de cantar las alabanzas a Dios, y fieles en seguir mis pasos»”.1

“Si bien que desprovista por la naturaleza, débil, deforme y jorobada, a la edad de nueve años su padre contrató su noviazgo con el joven Duque de Orleans, su primo, de once años de edad. El matrimonio fue celebrado tres años después, en 1476”.2

El Duque de Orleáns, primer Príncipe de sangre, protestó vehementemente contra tal violencia. No pudiendo evitarlo, volvió contra la joven esposa todo su desprecio y odio, ignorándola prácticamente. Juana retribuía la actitud agresiva del marido con una sumisión a toda prueba. Pero nada conseguía aplacarlo.

Mientras tanto, Luis XI, que a pesar de todo temía a Dios, enfermó gravemente. Y habiendo oído hablar las maravillas que San Francisco de Paulaobraba en Italia, sintiéndose en sus últimos momentos, obtuvo del Papa que le diese al fundador de los Hermanos Mínimos —una rama reformada de los franciscanos— la orden de ir a verlo en Francia. El Rey esperaba ser curado por un milagro del santo; pero esa no era la voluntad de la Providencia. Luis murió confortado por Francisco de Paula, habiendo ordenado antes a su hija que lo tomase como director de conciencia.

Le sucedió en el trono su hijo Carlos VIII. Y como prueba de gratitud por el bien que San Francisco de Paula hiciera a su padre y a toda la Corte con su edificante vida “se volvió amigo de Francisco y le donó varios monasterios para los Mínimos. Francisco pasó el resto de su vida en el de Plessis, que Carlos había construido para sí”.3

Ingratitud y repudio de parte del marido

En una desavenencia entre los dos primos, el Duque de Orleáns se levantó en armas contra su Rey. Derrotado, fue condenado a muerte. Pero a instancias de Juana, su hermano Carlos VIII no apenas le conmutó la sentencia sino le concedió al rebelde la libertad.

La gratitud es una de las más frágiles virtudes. Poco tiempo después Carlos VIII fallecía, y el Duque de Orleáns subía al trono con el nombre de Luis XII. Uno de sus primeros actos fue precisamente el de pedir al Papa la declaración de nulidad de su matrimonio por haberle sido impuesto, jurando que el mismo no había sido consumado.4

La noticia del repudio de la Reina llenó de indignación al reino, que veneraba su bondad y virtud. Pero para Juana, la humillación fue una liberación, pues así podía entregarse por completo a la piedad y llevar en adelante la obra que la Santísima Virgen le predijera cuando era aún niña.

«Hija mía, seca tus lágrimas; un día tú huirás de este mundo de cuyos peligros temes»

Su padre le había dado entre otras posesiones el Ducado de Berry, en donde ella escogió la ciudad de Bourges para fijar su residencia. Sus habitantes la recibieron como un verdadero regalo del Cielo. Nunca más dejaría a su querida Berry, que la edificaría con su devoción y piedad.

Juana continuaba dirigiéndose espiritualmente, por correspondencia, con San Francisco de Paula. Le consultó particularmente sobre su deseo de establecer una nueva congregación religiosa femenina en honra de la Asunción de la Virgen, como la Madre de Dios se lo había revelado.

Evidentemente, en un asunto de tal monta para la gloria de Dios y exaltación de su Santa Madre, el santo franciscano no podía sino poner todo su empeño. Y la incentivó de todos los modos posibles a emprender su proyecto.

Juana expuso entonces su plan a su confesor, el franciscano Gilberto de Nicolai (o Gilberto Nicolás, como afirman otros, quien debido a su gran devoción a María cambiaría después su nombre por el de Gabriel María). Este no compartía la misma opinión, y aconsejó a Juana que en vez de iniciar una nueva congregación fundase una casa de alguna de las congregaciones ya existentes, como lo hiciera su madre Carlota de Saboya, estableciendo la de las clarisas en París.

Después de muchos obstáculos, la nueva congregación es aprobada

Dos años pasaron sin que el confesor cambiase de posición. Al fin, cayendo la Princesa seriamente enferma, el confesor asustado le dio inmediatamente la autorización, con lo cual ella fue recuperando las fuerzas hasta restablecerse completamente.

Juana, teniendo ya un buen número de candidatas, pasó a redactar las reglas de la nueva institución, bajo el título “De las diez virtudes” o “De los diez placeres de la Virgen”.

Como todos los fundadores, la Princesa encontró serias dificultades para la aprobación de sus reglas; para lo cual envió a su propio confesor a Roma. Cuando todas las puertas parecían cerradas y la misión destinada al total fracaso, entró en escena el Cardenal Juan Bautista Ferrier, obispo de Módena. Conocido por su erudición y virtud, y con mucha autoridad en la Corte Pontificia, tuvo una visión en la cual San Lorenzo y San Francisco le ordenaron que promoviese la aprobación de aquella santa regla. Lo que finalmente fue hecho por el Papa Alejandro VI, edificado por el empeño de tan ilustre Princesa de la Casa Real de Francia.

Mientras tanto, Juana obtenía del Rey, su ex esposo, todas las autorizaciones necesarias para edificar en una de sus tierras un monasterio. Trabajó también para la reforma de un convento de religiosas benedictinas que habían perdido su primitivo fervor.

Durante la construcción del convento varios milagros comprobaron que ahí estaba la mano de Dios.

No menor empeño puso la Princesa en la preparación espiritual de sus hijas. Escogió entre las candidatas a las cinco más virtuosas para la toma de hábito de la Orden de la Anunciación, el 8 de octubre de 1502. Así comenzó esta institución que, desde la ciudad de Bourges, se extendió por Francia y después por el mundo.

Juana era la primera en dar el ejemplo del más perfecto espíritu evangélico. Renunció a todos sus bienes, de los cuales no se proveía sino con la aprobación del Superior de la Orden, viviendo así en la más perfecta pobreza, obediencia y castidad.

Unión perfecta de corazones

La Princesa llegó a un tal grado de oración que, según narran las crónicas, estando cierto día en recogimiento durante la Santa Misa, vio en un éxtasis a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santísima Virgen. Le ofrecieron sus corazones en una bandeja, pidiéndole que ahí pusiese también el suyo. Juana quedó perpleja, pues buscándolo no lo encontró. Quedó así comprobado, que su corazón estaba más perfectamente unido al de Nuestro Señor que a su propio cuerpo.5

Aunque apenas tuviese 40 años, Juana de Valois, víctima de una incurable enfermedad al corazón, sintió que su vida terrena llegaba a su fin. Se despidió de sus hijas espirituales, dándole a cada una un consejo en particular. El 4 de febrero de 1505 entregó a Dios su bella alma, que fue el sustento de cuerpo tan deforme.

Tardío arrepentimiento de Luis XII

Durante hora y media después de su muerte, todos podían ver una extraordinaria claridad en su cuarto, mientras otras personas notaron la presencia de una nube clara encima de la iglesia de las Hermanas Anunciadas.

Al mismo tiempo en que las solemnes campanas de la catedral de Bourges anunciaban su tránsito para la eternidad, un siniestro cometa apareció sobre el palacio del Rey Luis XII. Asustado y tardíamente arrepentido, invitó a todos los habitantes de la ciudad para el espléndido funeral, honra póstuma que prestara a aquella que tanto había despreciado en vida.

Juana de Valois fue enterrada con todas las ceremonias propias a la nobleza de su sangre.

Su cuerpo incorrupto: víctima del odio herético

Cuando fue exhumada 56 años después de su muerte, su cuerpo fue encontrado totalmente incorrupto. “Pero en el año 1562 los herejes calvinistas, cayendo por sorpresa sobre las mejores ciudades de Francia y declarando la guerra a todas las cosas santas y sagradas, no perdonaron las sagradas reliquias de los santos. Quemaron entonces el cuerpo de esta bienaventurada Princesa y lanzaron sus cenizas al viento”.

Así, aquello que el propio fruto del pecado original había eximido —el cuerpo incorrupto de la santa—, el odio sectario de los protestantes lo destruyó. 


Fuente: http://www.fatima.pe/

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