San Blas
Obispo y mártir
3 de febrero
San Blas, obispo y mártir, es uno de los santos más populares en las comunidades cristianas de Oriente y Occidente. Muchas cualidades hacen agradable su personalidad: dulzura de carácter, sencillez, modestia, pureza de sentimientos, servir a los demás hasta olvidarse de sí mismo, compasión hacia toda miseria, cariño con los niños cuando éstos no significaban nada, amor a los animales cuando eran brutalmente tratados. Y, al fin, su capacidad de sacrificio y valiente fortaleza ante las torturas y la muerte. A ello se suman las curaciones milagrosas atribuidas a su intercesión.
San Blas nació en Sebaste, ciudad de Armenia, cuando corría la segunda mitad del siglo III. Allí hizo sus estudios y ejercicio la profesión de médico. Allí lo eligieron obispo y derramó su sangre.
El ejercicio de la medicina le hizo reflexionar sobre los límites y la caducidad del hombre. Acabó comprendiendo que las miserias y la fugacidad de la vida sólo se pueden superar en el horizonte de la fe. Llegó a la conclusión de que los bienes eternos eran superiores a todo. Esto le movió a retirarse a una cueva solitaria en el cercano Monte Argeo, para dedicarse más intensamente a la oración, a la meditación y a la penitencia.
Falleció entonces el obispo de Sebaste. El clero y los cristianos de la ciudad pensaron en Blas como nuevo pastor de su diócesis. Se resistió al principio, pero, ante las insistencias, acabó aceptando. Recibió las órdenes sagradas de presbítero y luego de obispo. Se entregó totalmente al pueblo cristiano repartiendo a manos llenas la palabra de Dios y el pan de la caridad. Su descanso era retirarse a su cueva en la montaña para leer la Sagrada Escritura y pasar horas interminables de oración y ayuno.
Los animales, cuyo instinto advierte quién se acerca a ellos con intenciones agresivas o pacíficas, acabaron sintiendo la bondad de aquel ermitaño. Poco a poco perdieron el miedo. Su natural desconfianza se fue suavizando. No huían al verle, sino que permanecían tranquilos, llegando al final a tomarle como un amigo que no los recibía con gritos o pedradas, sino con actitud suave y amable. Acabaron, olvidando sus reflejos de huida, pasando y deteniéndose ante aquella cueva donde encontraban la palabra dulce y la caricia del ermitaño. Esto revela su amor a la vida y al mundo.
El pontificado de San Blas tuvo una etapa feliz, con la dirección cercana y cordial de los creyentes y con el retiro para darse a la oración y penitencia. Pero llegó la persecución con tortura, prisión y muerte para muchos cristianos. El obispo atendía por la noche al culto y al servicio de la comunidad. Incluso logró visitar y dar el último auxilio a algunos presos.
La persecución arreció y el obispo fue capturado. Lo condujeron atado con cadenas hasta el gobernador romano. Cuando cruzaba doliente las calles de su ciudad natal, Dios hizo brillar su dolor con un milagro. Refiere el acta martirial que una madre angustiada se acercó al santo con su hijo moribundo. Una espina le atravesaba la garganta con una infección que lo ahogaba. La madre desesperada, llevando en brazos al niño medio muerto, irrumpe por medio de la comitiva que conducía preso a San Blas, y se dirige a él con esta súplica: "Siervo de Jesucristo apiádate de mi hijo. Es mi único hijo". El mártir olvida sus cadenas, y va a remediar el dolor ajeno. Pone la mano sobre el niño agonizante; traza la señal de la cruz sobre su garganta. Durante unos instantes ora fervorosamente por él. El muchacho se reanima; arroja la espina que le ahogaba, y recupera la salud. De aquí arranca la devoción a San Blas como protector en los enfermos de la garganta.
Al día siguiente el reo es conducido al tribunal. El prefecto le propone que abandone la fe cristiana y adore a los dioses paganos. San Blas se reafirma en su fe. Los verdugos le aplican la escalofriante serie de torturas que entonces se usaban para doblegar a los condenados. El mártir no se deshace en gritos de dolor; se concentra en su interior alabando al Señor e identificándose con Cristo en la Cruz. Al fin lo conducen fuera de la ciudad y sobre un poyo de piedra le cortan la cabeza. Era el día 3 de febrero del 316.
Hombres amigos recogieron discretamente su cuerpo y lo enterraron con respeto. Sobre el sepulcro se levantó un templo. Desde allí su culto y sus reliquias se extendieron por todo el mundo. Su imagen preside altares y retablos. Se representa llevando la mano derecha hacia la garganta. Tal gesto expresa simbólicamente el patronazgo del santo sobre los males que pueden afectar a esa parte del cuerpo.
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