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Las Vidas de los Santos
y Fiestas Litúrgicas

San Onofre

Ermitaño

12 de junio

De muchos de los santos que a los altares han subido conocemos poco o casi nada. Si los mismos vivieron en siglos remotos no es de extrañar que de no haber sido por alguna persona que lo hubiera conocido no tendríamos apenas noticias de ellos.

Tal es el caso de San Onofre, ermitaño que nació en el siglo IV y que, gracias a abad san Panufcio, sabemos de su existencia física y espiritual.

Al parecer Onofre vino al mundo en una cuna privilegiada porque nació de padre rey. Aunque no se sepa, con exactitud, si fue egipcio o abisinio el padre de Onofre, el caso es que aquel es que aquel nacimiento iba a tener consecuencias graves para su vida porque el demonio, queriendo hacer daño a Onofre instigó en el corazón de su padre la idea de que tenía que pasar al hijo por el fuego para demostrar que no era bastardo.

No iba a abandonar Dios a Onofre porque de aquella prueba sale ileso. Y tampoco lo dejó de lado porque, para bien del joven, fue educado en un convento de la Tebaida egipcia con unos monjes que vivían en el desierto.

Onofre, sin embargo, quería profundizar en su fe y abandona aquel convento para ir a vivir en el desierto y hacerse ermitaño. Allí estuvo por un periodo de 70 años alimentándose de dátiles y agua y alcanzando altas cotas de espiritualidad.

En esas estaba cuando el abad san Pafnucio, que había tomado la decisión de visitar a las personas que llevaban a cabo tal tipo de vida, lo encontró. Él mismo lo escribe así:

Encuentra a San Onofre:

“Mientras estaba descansando fatigosamente, y pensando de cómo había luchado por llegar a donde estaba, ví a la distancia a un hombre terrible de contemplar. Estaba cubierto en todas partes por pelos como una bestia salvaje. Su pelo era tan espeso que ocultaba su cuerpo en casi su totalidad. Su única ropa era un taparrabo de hojas e hierbas. La visión de él me llenó de temor, ya sea por el miedo o el asombro, no estaba muy seguro. Nunca antes había puesto mis ojos en tal extraordinaria visión de una forma humana. No supe qué hacer, pero cuando valoré mi vida tomé refugio, y trepé apresuradamente hasta arriba de la cara de un despeñadero cercano. Temblando me escondí bajo algunas plantas frondosas y gruesas, respirando agitadamente. La edad y la abstinencia se habían convertido casi en la muerta para mí. El hombre me vio sobre el despeñadero y me gritó con voz fuerte:

“Baje de la ladera, usted hombre de Dios. No tenga miedo. Soy sólo un débil hombre mortal como usted.”

Le responde el santo ermitaño lo siguiente:

“Soy llamado Onofre, un pecador indigno, y he estado llevando mi vida laboriosa en este desierto durante casi setenta años. Tengo las bestias salvajes como compañía, mi comida regular es fruta e hierbas, coloco mi cuerpo miserable para dormir en laderas, en cuevas, y en valles. Durante todos estos años no he visto a nadie excepto usted, y no he sido proporcionado con comida por ningún ser humano”.

Haber escuchado sobre las vidas de Elías y de Juan el Bautista le movió a

“levantarme silenciosamente en medio de la noche, tomar un poco de pan y tomar suficiente para que me alcance por varios días, y me puse en camino, confiando en la orientación y la bondad de Dios de mostrarme el lugar donde habría de vivir”.

San Pafnucio le pregunta

“Dígame, Padre, ‘pregunté’, ¿usted recibe la comunión de alguien los Sábados, o el día del Señor?”

A lo que responde Onofre

“Encuentro cada Sábado o día del Señor que el ángel del Señor ha preparado el cuerpo y sangre más sagrada de nuestro Señor Jesucristo para que me traigan. Con su propia mano me da estos preciados obsequios, para la salvación eterna de mi vida. Efectivamente todos los monjes que llevan una vida espiritual en el desierto comparten este placer. Si quizás cualquier ermitaño sagrado que vive en la soledad tiene un deseo de ver a otro ser humano es llevado arriba por un Ángel al cielo donde puede contemplar la visión de las almas rectas, brillando de la misma manera que el sol en el reino del Padre. Allí, en compañía de los Ángeles, ven a sus propias almas reunirse con las almas de los bendecidos. Y todos los que pelean en la batalla con toda su mente, todo su corazón y toda su fortaleza abundan en buenas obras para que pueden ser encontrados respetables de compartir el orgullo de ese país celeste con Cristo y todos sus Santos.”

Esto, como es lógico, hizo que aquel visitante se admirara aún más lo que Dios había hecho a favor de Onofre y lo que le tenía preparado en la vida eterna.

En un momento determinado de la conversación que mantenían le pregunta San Pafnucio si había algo malo en Onofre. Le responde éste diciéndole

“No se alarme, hermano Paphnutius, “Dijo", pero pienso que el Dios omnipotente ha puesto sus huellas directamente sobre este desierto para que usted me de un entierro honorable, y comprometa mi cuerpo a la tierra. Porque ésta es la hora cuando mi alma debe ser soltada de sus cadenas terrenales y sea llevada a su creador en el reino del cielo.”

Le pedía, por lo tanto, que le diese cristiana sepultura y que, luego, contase lo que con él había estado hablando y que difundiese la labor que hacía Onofre en el desierto.

Pero San Pafnucio quería pedir algo muy importante a Onofre y le dijo

“sé que cualquier cosa que usted pida a Dios, el Señor lo concederá debido a la inmensa labor y la larga lucha que usted ha soportado disciplinando su cuerpo durante setenta años en el nombre del Señor. Concédame el regalo de su sagrada bendición, para que puedo ser como usted en la virtud, y que mi espíritu siempre pueda ser guiado por sus intercesiones, y que puedo ser digno de compartir con usted la vida que esta por venir.”

A esto respondió Onofre

“no se preocupe. El Señor permitirá que su deseo este firme. Esté firme en su fe, actué valientemente (1 corintios 16.13), tenga sus ojos y su mente siempre sobre Dios, mantenga los mandamientos, no se conforme con lo hecho, trate de comprender la vida eterna. Que los Ángeles de Dios lo protegen y lo guardan de la perversidad, que usted puede ser declarado puro e inmaculado antes Dios en el día del Juicio Final.”

Y, entonces, exclamando “En sus manos, Oh Señor, encomiendo mi espíritu“, entregó su espíritu al Padre.

Según cuenta San Pafnucio entonces escuchó a una multitud de Ángeles que elogiaba a Dios en el momento en el que partía el alma de Onofre al cielo.

Nos podemos dirigir a San Onofre con la siguiente oración.

Bendito San Onofre en el nombre del Gran Poder de Dios, hacedor de toda cosa viviente en el Universo, te pido que veles por mí. Me postro a tus pies para presentarte mis necesidades. (hacer la petición). Espero, San Onofre, tu bendición para conseguir lo que aquí te pido. En tus manos deposito mis necesidades y en particular esta que te pongo bajo tu protección. Alcánzame Oh, San Onofre, esta petición.

San Onofre, ruega por nosotros.


Fuente: http://infocatolica.com/
Eleuterio Fernández Guzmán

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