San Ignacio de Antioquía
Mártir
17 de octubre
La vuelta del emperador Trajano a Roma, tras la conquista de la Dacia—la actual Rumania—, fue celebrada con ciento veintitrés días de espectáculos. Diez mil gladiadores perecieron en los juegos circenses. También fueron devorados por las fieras muchos condenados, por el mero hecho de ser cristianos. Entre ellos el obispo de Antioquía, Ignacio. Detenido y juzgado, el prisionero abandonó la gran metrópoli de Siria hacia Roma, cargado de cadenas y bien escoltado por un pelotón de diez soldados de la cohorte Lepidiana, llamados leopardos. Corría probablemente el año 106, o principios del 107.
Ignacio era el segundo o tercer sucesor de San Pedro en la sede de Antioquía, pues los testimonios no son unánimes. Ante todo era un pastor de almas, enamorado de Cristo y preocupado tan sólo de custodiar el rebaño que le habÍa sido confiado. Su mejor retrato nos lo proporciona él mismo en las cartas que escribió a varias comunidades cristianas mientras se encontraba de camino hacia Roma.
Por su contenido, esta cartas tienen un gran interés doctrinal. Bastantes de los temas que tratan están determinados por la polémica contra las herejías más difundidas, especialmente el docetismo, que negaba la realidad de la encarnación del Verbo. San Ignacio afirma con energía la verdadera divinidad y la verdadera humanidad del Hijo de Dios. Otro punto importante es la doctrina sobre la Iglesia. San Ignacio considera que el ser de la Iglesia está profundamente anclado en la Trinidad y, a la vez, expone la doctrina de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Su unidad se hace visible en la estructura jerárquica, sin la cual no hay Iglesia y sin la que tampoco es posible celebrar la Eucaristía. La Jerarquía aparece constituida por obispos, presbíteros y diáconos. Se trata de un testimomo precioso, por su claridad y antigüedad. Toda la comunidad debe obedecer al obispo, que representa a Dios, el obispo invisible. Al obispo deben someterse el presbiterio y los diáconos hasta el punto de que, si alguien obra algo a margen de la jerarquía, afirma, «no es puro en su conciencia».
Ignacio muestra ser un hombre de gran corazón. Agradece emocionado la finura de la fraternidad de los primeros cristianos, que—apenas conocer su cautiverio—se prodigan con él, le proporcionan lo necesario para el viaje, se ofrecen a acompañarle y a compartir su suerte. Corren a confortarle desde las ciudades vecinas, pero son ellos quienes tornan removidos y contagiados del amor a Dios. Gracias a su intensa vida interior, San Ignacio intenta hacer el mayor bien posible en los lugares por donde pasa, abriendo a los demás el tesoro de los dones que el Espíritu Santo le ha concedido. Con una gran humildad afirma: «no os doy órdenes como si fuese alguien», pero su caridad sabe usar tonos enérgicos cuando es necesario: no esquiva corregir aunque duela, ni denunciar la herejía o la desviación disciplinar.
Este es el propósito principal de las epístolas ignacianas. A lo largo de su viaje, observa y escucha lo que ocurre: rápidamente discierne los viejos errores ya repetidamente combatidos por los Apóstoles, cuya raíz maligna sigue brotando por doquier: el docetismo, que propugnaba un Cristo aparente, no realmente encarnado; el gnosticismo, que disuelve el cristianismo para reducirlo a una ciencia de autosalvación basada en el conocimiento de verdades pseudofilosóficas; las tendencias judaizantes, el rigorismo ético... Y sobre todo, una doctrina que quiere dividir a la Iglesia en dos bioques contrapuestos, enfrentando a los fieles con el obispo y su presbiterio.
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